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Criticas y Comentarios

Alexis Pérez-Luna, un lugar sin limites

En el apogeo de la fotografía documental a mediados de los años 70, los fotógrafos encontraron en la península de Araya, y de forma especial en los médanos y parajes de cujisales abatidos por la brisa de Paraguaná, el lugar predilecto para captar con sus cámaras la desolación y resequedad de la tierra. Una extensa zona de la geografía nacional en cuyos caseríos los pobladores afirmaban con entereza que los días de luna llena la figura del general Juan Crisóstomo Falcón montado en su caballo recorría sus propiedades haciéndose acompañar de un peón con una lámpara. Otros cuentan de arreos de mulas cargadas con dinero, los lugareños aseguran que un tesoro fue enterrado pero que nunca se supo del lugar exacto. De allí que los muros de tapias y piedra caliza de las viejas mansiones de antaño estén agujereadas por enardecidos buscadores de fortuna, deseosos éstos de escapar de tanta precariedad. En apasionadas narraciones conservadas intactas hasta entonces como reliquias históricas cuentan la hazaña de Francisco de Miranda que junto a 400 hombres, 5 bergantines, 3 cañoneras, 2 barcos y tras el desembarco de sus divisiones y el fuego de artillería de los buques contra los españoles toman La Vela de Coro. Y ante la incredulidad de los habitantes locales Miranda iza por primera vez un proyecto de ciudadanía mestiza con espíritu de tricolor nacional. Estos delirios áureos de nuestros fundadores, de leyendas y de un paisaje en extremo despoblado impusieron que los rieles del tiempo se estacionaran de forma perenne en esta lejana provincia de Venezuela.

Nuestros fotógrafos como Cronistas de Indias, retrataron los ojos llenos de salitre de aquellos hombres y mujeres alucinados que viven con lo esencial, y en cuya terquedad han logrado convivir con leyendas de fantasmas, con la soledad, la desdicha y la belleza. Aquí la realidad tan errática y desaforada, no puede ser vista sino a través de nuestra propia imaginación, el desafío mayor para nosotros ha sido siempre el de reconocernos, interpretarnos y hacer creíble nuestra vida. Este será el trasfondo secreto y esencial que impulsará sin sosiego la obra fotográfica de Alexis Pérez-Luna. El nudo de su enigma, la trastienda de sus más apremiantes búsquedas por más de 55 años de ejercicio detrás de la lente. El Paraguaná de su juventud, se quedó en él, como un istmo, de un lado la ausencia y al otro extremo el misterio que guarda la existencia.

La infancia del fotógrafo estuvo marcada por cambios constantes en su modo de vida, siendo aun muy niño y a inicios de la dictadura de Marcos Pérez Jiménez en 1953 la familia Pérez Luna emigra a Ciudad de México, posteriormente regresan a Venezuela y se instalan en una hacienda en Villa de Cura donde su padre Antonio se dedica a las labores del campo. Más tarde, se mudan a la población de Calabozo en Guárico, a los pies de las inmensas llanuras venezolanas. Prosigue su estadía a la ciudad de Córdoba, en Argentina. Y en 1962 luego de un largo periplo regresan nuevamente al país. Estas idas y venidas, de reencuentros y distanciamientos, constituirán una suerte de duelo por cada alejamiento. Su juventud estuvo a merced de perseguir grandes sueños, aunque esto le significaría algunos estragos de soledad. En 1974 durante una estadía por Madrid, Pérez-Luna acompaña por breve tiempo a un grupo de gitanos, una creciente empatía parece nacer a medida que va conociendo a esta gente olvidada que vive como nómadas en los márgenes de la ciudad. Este será su primer gran encuentro con el mundo real, con las minorías étnicas y los desahuciados de la España Franquista. Retrata a gitanos en la más cruda intemperie, aquellos que habitan en silenciosa rebeldía, anteponiéndose con indiferencia y orgullo a los centros del poder. Una desenfrenada angustia frente al desamparo produce este desconsolado grupo de familias. Un drama épico, un destino incierto a diario, que para fotografiarlos hay que ser parte de ellos, parte de su aislamiento y de la atávica orfandad. Aquí su narrativa se apega a lo que será una constante en su obra, cada clic de la cámara errante y nostálgica responde a un realismo atemporal y esta será la mejor forma para definir su trabajo. Lograr redimir la realidad, un imperativo, una utópica obsesión del fotógrafo pero que se perfila siempre poética y secreta en la vida cotidiana.

Dos años más tarde, en 1976 es miembro de El Grupo, asociación de fotógrafos compuesta por Luis Brito, Ricardo Armas, Jorge Vall, Vladimir Sersa y Fermín Valladares, quienes se dan a la tarea de recorrer el país, documentar sus fiestas, sus ceremonias, las peleas de gallos, las faenas agrícolas, los cementerios, los polvorientos caminos y aquellos pueblos tan grandes como sus destinos, tan grande como sus soledades. Impulsados por el estímulo que diera el boom de la narrativa latinoamericana, los miembros de El Grupo unieron su imaginario para contar relatos visuales de los escenarios rurales, esas historias vernáculas llenas de realidades entrañables y fantásticas que rompen las barreras entre lo ficticio y lo cotidiano que a menudo son difíciles de separar. Pérez-Luna con su propia fe y dueño de su vocabulario fotografía sin cesar, es un tiempo febril en el que surgirán las más inquietantes vistas de paisajes, austeros pueblos desolados o en medio de una desidia lacerante. Una carretera que no tiene fin, el anuncio de una valla que no anuncia nada, la fachada de un templo en medio de la descampada planicie cuyos restos de la edificación no existen, mutilado tal vez por las guerras, las matanzas o simplemente por el olvido. Inexplicable como inverosímil es el conjunto de fotos, incluso para el propio fotógrafo al confesar . A gozar la realidad unas de las imágenes más conocidas de este momento en el que capta el eslogan publicitario de la Cocacola, a la que el fotógrafo retratará bajo su propio y mordaz ángulo, para ironizar entre la delgada línea de lo real y lo que puede ser incomprensible de la realidad. De allí que muchas de sus fotografías tengan ese plausible barniz de intemporalidad, ese trasfondo secreto de las verdades más esenciales que ha sido el sustento constante de su obra.

La serie Parques infantiles de 1982 reúne un conjunto de fotografías de las condiciones de desmantelamiento y desatención en que se encuentran estos lugares de recreación. Su ensayo hurga nuevamente en el abandono, al igual que la serie De vuelta al follaje, en que los fierros inservibles de los restos de viejos autos cuyas entrañas están siendo devorados por la vegetación y el olvido, y así en la medida que el transcurrir de los años regurgita sus óxidos va tallando una osamenta de hierros en infinita degradación. Aquí Pérez-Luna narra sobre aquello que está bajo el sometimiento del tiempo, de la pérdida de la memoria y la identidad. Sus fotografías muestran los despojos de los objetos de la sociedad y de la fragilidad de las pertenecías de la vida misma. Tan solo el silencio y la desnudez son los únicos testigos de estos de cementerios de autos que yacen a la intemperie en medio del paisaje. De nuevo el fotógrafo nos empuja a navegar en los mares de la desmesura de nuestra propia historia de país rico y petrolero. Aquella grieta de nuestros olvidos, el remedo con el que hemos tenido que luchar, al enfrentarnos con nuestra propia sombra de la historia y al destino como sociedad. En este secular combate no hemos tenido un instante de sosiego, hacer visible lo invisible, recordar los pasos y los de nuestros ancestros. Por ello el melancólico universo de Pérez-Luna encuentra la belleza donde a menudo solo vemos desolación y omisión.

Su libro Ausencia, el que ahora presentamos, vislumbra el enclave fundamental para entender su obra fotográfica atemporal y alucinada de soledades. Sus páginas muestran fotos de sus incesantes viajes por Venezuela, como por países tan distantes y diferentes como España, Argentina, Estados Unidos, Marruecos, Egipto y la india. En todos ellos ante la perspectiva del viajero constante, Pérez-Luna atraviesa fronteras buscando posiblemente una lluvia de identidades y de ese silencio común que nos habita, de esa brusca emergencia de aislamiento que anhelamos, quizás hurgando la voz de su propio eco y en definitiva dar sentido a los enigmas que nos aturden, esto significará en último termino el avatar esencial de este fotógrafo. Deambular con la cámara fotográfica por estas tierras en búsqueda de respuestas visuales, conllevará una travesía estoica, de la misma dimensión que la paciencia de un cartógrafo, la fe de un evangelista o el deseo del navegante que en su odisea toma el astrolabio para ver horizontes y estrellas también.

Desde sus más tempranas imágenes hasta las de más reciente data reunidas en este volumen, el fotógrafo con su natural llaneza mira y pregunta sobre la finitud de nuestra aventura vital y del pensamiento, temas estos perennes del arte. En su andar retrata a plena luz el laberinto de la soledad. Busca captar los límites de las ausencias, siempre recurrente en su obra, siempre en la franja que une y separa lo conocido de lo desconocido. Pérez-Luna fotografía casas y carreteras vacías, así como la estatua que tras largo encierro ha perdido para su desdicha hasta la cabeza, captura las tres farolas blancas a media tarde lúgubre y silenciosa, a la desconcertante quietud de la habitación mientras un sillón inerte luce un claro desgaste. Sus fotos emanan con crudeza un aire de desventura y destierro, hasta los más rudimentarios objetos cotidianos los congela y los deja suspendidos en el tiempo, basta ver unas sillas, una cama, unas flores de plástico, un zapato tras la ventana o simplemente una barca que a orilla de una laguna adquiere ese sobrecogedor manto de misterio. Sin embargo, será esa luz de apariencia crepuscular con la que están impregnadas la mayoría de sus fotos la que acreciente la sensación de inquietud. Las densas sombras y luces que bañan el interior de una habitación o de un paisaje nos someten a ver las cosas de modo diferente, esa unidad de dos mundos, el real y el aparente.

Casi nunca encontramos figuras humanas en sus fotografías y cuando éstas aparecen las vemos abatidas sin posibilidades de comunicación, como es el caso de la mujer cuyo mirar extraviado trasciende su espacio físico, ella parece resignarse a su soledad, mientras las manecillas del reloj marcan de una vez y para siempre la hora inmóvil de las 7 y 20. Sus ojos apuntan a algo o alguien, o muy posiblemente a la nada, de allí que su desconexión sea el bizarro espejo de su estado anímico. Igual ocurre con la joven en el parque de diversiones, visiblemente inmersa en sus pensamientos. Las mujeres de Pérez-Luna e incluso los maniquíes fotografiados por él, emanan un profundo y sofocante vacío de incomunicación. En una de sus fotos capta la desalentadora ausencia del caricaturista cuya introspección ironiza con su escueta exhibición de dibujos burlones. Sus imágenes muestran el rostro de la intimidad, esa manera subjetiva de estar consigo, en ese diálogo invisible con nuestro yo interior y con el espacio privado. Tan omnipresente es la soledad en nosotros que rara vez nos acostumbramos a convivir con ella. De allí que las fotos de Pérez-Luna nos recuerden siempre de su voz y su cercanía, acaso una verdad que no puede domesticarse profunda, furtiva y aterradora de nosotros mismos.

Douglas Monroy