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Criticas y Comentarios

Alexis Pérez-Luna, tierras de ausencias

Larga ha sido su trayectoria fotográfica si tomamos en consideración las ochenta y tantas exposiciones individuales que registra su biografía, muestras presentadas en recintos que cubren en buena medida parte sustantiva del territorio nacional. De esta forma Alexis Pérez-Luna quizás sin proponérselo revierta sus imágenes a la provincia, lugar donde muchas de ellas fueron tomadas a raíz de sus constantes viajes por el país. Escenarios que no le son ajenos, ya que parte de su infancia transita al cobijo y en la apacibilidad de los pueblos, pues entre 1954 y 1955 vive en una hacienda en el poblado que lleva el eufemístico nombre de Villa de Cura, en el estado Aragua, donde su padre Antonio Pérez Luna, oriundo de España, quien en otros momentos audaces se habría escapado de tres campos de concentración durante la Segunda Guerra Mundial, ahora centraba sus ilusiones sosteniendo a su familia con las labores de la agricultura.

Al año siguiente, el grupo familiar se traslada a Calabozo, en el estado Guárico, lugar que en otros tiempos fuera el espacio para legendarias contiendas épicas y la puerta grande hacia anchurosas llanuras y esteros. Allí vivirán por breve tiempo, debido a que entre 1960 y 1961 se residencian temporalmente en Córdoba, Argentina. Ya para este momento su madre, Natasha Kaloujsky, de origen ruso y aficionada a la fotografía, le regala una cámara fotográfica y comienza sus primeros pasos al retratar las reuniones familiares y los paisajes circundantes. Un año más tarde retornan a Villa de Cura, sin embargo, a decir del propio fotógrafo «ya incomodados de tanto aislamiento e incomunicación con el mundo exterior», se vio obligado junto a su hermana Elizabeth a instar a sus padres para trasladarse de forma permanente a Caracas. De allí que, en 1963, cuando promedia unos 14 años, estudia en el Liceo Andrés Bello de la capital. Finalmente, para la familia Pérez Luna ha culminado un ciclo de idas y venidas, el término de un relato de inmigrantes, cuyos aciagos días desembocaron en las ataduras de estas cálidas tierras venezolanas.

En 1968, tras una breve incursión en la carrera de Economía, la abandona al poco tiempo cuando siente que es la narrativa visual su vocación y su camino. Hizo suya desde entonces la fotografía y se aferró a ella como la única forma genuina de dar explicación y sentido a la vida. Para ello monta un pequeño laboratorio en su casa. Por infinito capricho del destino, frente a su apartamento vive el eminente fotógrafo Joe Fabry; quizás sea esta, según nuestra apreciación, la primera ocasión en que Pérez-Luna entra en contacto con un fotógrafo de semejante estatura. Un artista del todo resuelto y cuya personalidad seguramente motivó al novel fotógrafo a determinar su carrera. Un años más tarde sucede otro encuentro que contribuye con su propensión hacia la fotografía, ya que ingresa al Instituto de Diseño Neumann como asistente del fotógrafo José Sigala, recién llegado de sus estudios en Filadelfia.

Finalmente, en 1971, con el propósito de cursar estudios regulares en el campo fotográfico, se establece a lo largo de todo un año en la ciudad de Nueva York para asistir a la School of Visual Arts, donde además de las materias académicas conoce los trabajos de Lewis Hine y Jacob Riis, fotógrafos inmersos en la denuncia y el compromiso social. El entendimiento de la obra de estos dos eminentes maestros en cierta forma marcará el inicio temático dentro de su trayectoria fotográfica, como veremos más adelante. Todos estos pormenores de su vida, de su infancia, de sus intensas vivencias en los llanos venezolanos, de los cimientos de una historia familiar cargada de renuncia y posguerra, de itinerarios dentro y fuera del país, son reveladores para comprender a cabalidad la obra atávica de silencios y ausencias de Pérez-Luna. Una obra que nos parece concebida al fragor de sus vivencias y el tiempo, macerada en esta geografía personal, cuyas raíces son tan profundamente locales como amparadas de universalidad, ya que la soledad y el exilio que habita en cada uno de nosotros han sido, al parecer, los enigmas que nos propone el fotógrafo en sus imágenes.

En un primer momento vemos que por cinco años consecutivos se dedicará a retratar a la desmesurada Venezuela desnutrida: la infancia en su estado más ausente. Así mismo, documenta mundos torvos e inquietantes al captar las personas que viven en desamparo y reclusión en el siquiátrico de Nirgua. Estas serán las dos únicas ocasiones en toda su carrera que fotografiará con exclusividad a las personas en su condición humana en medio de una situación límite y de precariedades. Es una visión de «a pie» y de una realidad en extremo dolorosa, circunstancias que sin duda lo conmovieron intensamente. A partir de entonces, fotografiará ya no al hombre sino a su ausencia, el umbral de la soledad, el dolor, el tiempo y la esperanza. Sus indagaciones en esta dirección se concentrarán en la serie De vuelta al follaje (1975-1985), ensayo donde los autos se aglutinan en medio del descampado paisaje. Sus caparazones y restos inservibles, que otrora fueran espejo de riqueza y modernidad, ahora son chatarra. Desconocemos las razones y el porqué terminaron en un cementerio inmerso en la espesura de la maleza y la hojarasca, menos aún sabemos el paradero de sus dueños, o si corrieron la misma suerte que sus pertenencias, o quizás se fueron buscando sueños a la gran ciudad o si fueron víctimas de una falsa prosperidad y de una modernización desigual y desintegradora. Lo que sí se evidencia es que el fotógrafo los retrata antes de que se reunifiquen con la tierra y antes de que se pierdan en la memoria de un país petrolero que desecha todo y vive con intensidad sus olvidos. Sus imágenes nos advierten que la corrosión y el desgaste son una metáfora que con el tiempo se encarga de vencer al hombre y todas las cosas sobre este mundo.

Así mismo sucede con la serie Parques infantiles (1982), trabajos que fueron reunidos en una exposición y más tarde convertidos en uno de los fotolibros más solicitados por los especialistas. Se trata de una visión que muestra el andamiaje de óxidos y esqueletos de hierros empobrecidos de ironía; lo que antes fuera un lugar para la diversión y la risa de niños, ahora no es más que un montón de ruinas abandonadas, una ciudadela del holocausto, donde la desidia impuso su hegemónica presencia. Los parques convertidos en santuarios del desecho y a su vez el lugar para la sátira donde la ciudad parece desquitarse de los más pequeños y los que no tienen voz.

Ya para entonces Pérez-Luna junto a Luis Brito, Jorge Vall, Ricardo Armas, Vladimir Sersa, Fermín Valladares y Sebastián Garrido conforman El Grupo (1976-1997), asociación de fotógrafos que mira con sentido crítico y humorístico el espacio urbano. Estas expresiones fueron vertidas en dos exposiciones de suma importancia A gozar la realidad (1976) y Los letreros que se ven (1979), este último trabajo fue recopilado y convertido en un libro cuyas imágenes prontamente los coloca en contexto con sus pares latinoamericanos. Así mismo, algunos miembros de El Grupo miraron hacia el interior del país, movilizándose frenéticamente por caminos y pueblos a lo largo de todo el territorio. Esta alianza entre fotógrafos de la misma generación e intereses permitió afianzar rápidamente un vocabulario propio. Pérez-Luna ahora verterá toda su imaginación y su poética a describir una porción de esta tierra tan inmensa como despoblada. Viajó entre las salinas de la península de Araya retratando soledades y caminos. Vio cómo los montes se llenan de sonidos al precipitarse el manto de la noche sobre las planadas y la tierra seca. Igualmente observó la elaboración de máscaras para la cofradía de los Diablos Danzantes de San Francisco de Yare, el macilento muelle de tablas allá en La Ceiba a orillas del lago de Maracaibo donde lo único que prevalece es el tiempo detenido y la melancolía. Viajó por Apure, Guárico y Tintorero encontrando la versión vernácula de titanes de arena y espuelas, las fatales peleas de gallos cuyos picoteos encienden las apuestas, la febril gritería y la temeraria angustia de sus domadores.

Al igual que un explorador apreciamos que sus pasos lo llevan tras pueblos abatidos y de muerte, como en San Francisco de Tiznados, donde fotografía momentos antes de que el progreso desalojara estas tierras y la represa de Guárico cubriera por siempre de aguas la solariega plaza, el pedestal con el busto de un lejano héroe y la fachada de la iglesia, cuya descomunal dimensión es tan alta como la fe de sus creyentes. Fotografía el trashumante pueblo de San Sebastián de Los Reyes, hecho y rehecho en cinco desdichadas ocasiones. El fotógrafo nos contó la enorme sorpresa cuando al llegar a Urucure encuentra un cementerio sin poblado alguno, más de 300 tumbas en medio en una serranía en Falcón, sin deudos ni nadie que los recuerde. Tal vez sus parientes cansados de severas epidemias de malaria se vieron forzados a desplazarse hacia las grandes ciudades y las regiones de extracción petrolera. Vemos cómo todas estas imágenes expresan una línea discursiva que perfectamente daría pie para el mito y la leyenda y que, comparativamente, también podemos valorar en los escenarios de Casas muertas cuando el novelista Miguel Otero Silva describe el declive de Ortiz, una aldea en los llanos medulares del país.

Sorprende ver las mismas fuentes y cercanías de las fotos de Pérez-Luna con aquellas otras expresiones que dibuja el realismo mágico de la novelística latinoamericana. Pedro Páramo encuentra en Comala un pueblo fantasma anclado en una región desierta, sin rastros de vida, poblado de ecos y murmullos. El Macondo de García Márquez no es muy diferente; durante su novela, la familia Buendía parece que está predestinada a padecer de soledad y olvido. El pueblo vive aislado de la actualidad, siempre a la espera de mejores ocasiones y del arribo de gitanos con nuevos inventos. Siendo todos estos acontecimientos trágicos recurrentes en la historia de nuestra cultura y que vemos referenciados con claridad en su obra fotográfica. Particularmente en aquellas donde se respira una inquietante atmósfera de irrealidad porque los personajes que fotografía andan como ausentes de la realidad, miran siempre hacia un punto perdido, un punto en el infinito personal. Los espectadores ignoramos dónde fijan su atención estas personas, de allí que hay que descubrir hacia dónde va esa mirada asediante. El objeto de la visión de sus retratados está oculto, ya que andan inmersos en sus propias y hondas reflexiones. Al retratarlos los vemos en ese instante de introspección, donde aflora en cada individuo una mezcla tejida con voces de recuerdos pasados o presentes. Un aire de intemporalidad subyace por un instante en sus vidas. Es como si por un momento el tiempo se detiene, y en cambio, fluyen los pensamientos de sus personajes, pero ahora, se hallan en una profunda soledad existencial ya que no tienen comunicación con el otro.

De allí que unos de los elementos propios que vemos en el universo de Pérez-Luna sea esa sensación de vértigo: sin aliento y sin aire, como congelada en el tiempo. Sus retratos son espejos y laberintos de soledades, y así lo imaginario y lo real se entrelazan. Por eso da lo mismo que realice un retrato o fotografíe un acueducto, un franco paisaje con casas de muros de barro y paja, una barcaza en el lecho del río, a una joven adolescente en medio de la muchedumbre y de las luminarias del recinto ferial, o el angelito sentado con su pierna quebrada en la estantería de tortas, todas estas fotos tienen ese soplo de ausencia y retraimiento lacerante. No puede ser más perturbador a mi entender que la imagen de la parada de automóvil en medio de la ofuscación y de la nada, solo quedan como únicos testigos el cielo abierto con sus nubes blanquecinas y el ardiente asfalto del camino. Al mirarla con detenimiento se corre el riesgo de sentirse desamparado y roto. Acaso el fotógrafo en estas gráficas nos plantea la paradoja de la existencia y la eterna incomunicación entre los seres humanos. Pérez-Luna es un fotógrafo de silencios, hay un clamor hiriente en sus imágenes, ya que son un inmenso grito mudo, cuyos labios están amordazados con hilos de brasas y seda. Y así en vilo nos coloca el fotógrafo con sus instantáneas. El autor de las imágenes nos ha llevado a situaciones fronterizas, donde todo está a apunto de suceder, donde nada parece lo que es y nada es más terrible que las cosas inesperadas. Al reflejar aparentemente la realidad, hace que sus fotos sean un discurso abierto y variado en facetas interpretativas. Ha convertido sus imágenes en dilema, ellas esconden siempre la pregunta, qué representan realmente, a qué realidad nos remiten. El misterio que encierran dependerá del alcance de nuestra percepción y de la prolongación del momento en su observación.

A lo largo de sus continuos viajes por Egipto, España, Birmania, Lisboa, Marruecos y muchos otros países, Pérez-Luna ha enriquecido su mirada, se ha hecho más permeable y más poética. Ha admitido como un cíclope ahora más que nunca el color en sus fotografías, y así podemos ver plenamente el encuentro con lo absurdo, al cual parece estar predestinado, ya que captura situaciones reales que no concuerdan precisamente con la lógica y el razonamiento. En Bogotá fotografía la figura del enviado de Dios, el Arcángel San Miguel, sin su espada amenazadora, mientras que por la calle transita un grupo de soldados con sus fieras armas de fuego. En Barcelona tres maniquíes en medio del cerco de alambre parecen asumir sin recato alguno atrevidas posturas sexuales. Contrariamente, en Filadelfia la maniquí en la vitrina luce el éxtasis de su propia vanidad. En un parque de atracciones retrata al grupo de personas realizando un imaginario y placentero viaje en el aeroplano que no vuela en verdad. Y en Miami fotografía el pretensioso restaurant cuyo decadente decorado versallesco rebasa toda imaginación y cualquier cursilería posible. Son todas imágenes que discurren en un multifacético tiempo entre lo eterno, lo lineal, lo pasado, la memoria y lo estático. Una rítmica prosa visual que presenta eventos fantásticos dentro de la cotidianidad, una realidad revestida de un enorme subjetivismo que apunta a descubrir el mundo entrañable de las cosas más sencillas e imperceptibles de la vida, las mismas que nos invitan a una travesía por las entrañas de la existencia. Diríamos sin temor a equivocarnos que sus fotografías son como pequeñas biografías, un tanto hechas al calor de hurgar su intimidad y otro tanto al enfrentar su mirada en la tierra pisada de sus ancestros.

Douglas Monroy